viernes, 27 de enero de 2012

Una vida marcada por el mapa del tiempo

Mariano Medina, el primer hombre del tiempo en mi memoria.

Dicen que la información meteorológica es una de la que despierta más interés entre lectores de prensa, espectadores y oyentes (escuchantes) de radio. Probablemente la que más. Ya pueden estar los periodistas devanándose los sesos para presentarnos buenas crónicas parlamentarias, precisos análisis económicos y acertadas críticas de espectáculos, que lo que espera con más ansia el público es saber si mañana va a llover o no. Sin embargo, a cada uno le mueven diferentes motivos. Los esquiadores aguardan las nevadas que les aseguren un fin de semana en una estación de esquí. Las mismas nevadas aguarán el fin de semana a los senderistas, que quieren disfrutar de una buena caminata bajo el sol. Y no digamos cómo les sentará a los camioneros que tienen que llevar mercancías a cientos de kilómetros de distancia.

Mónica López, la última mujer del tiempo en mi memoria.
      Todos, en mayor o menor medida y según en qué ocasiones, vivimos pendientes de la meteorología. Pero si hay un colectivo al que marca su día a día es a los agricultores. Yo siempre pensé que se pasaban la vida conjurando la lluvia, pidiendo que cayera a mares, pero no es verdad. Las mismas precipitaciones que pueden ser salvadoras en ciertos momentos, porque los campos necesitan de riego o porque ayudan a que el abono penetre y surta efecto, pueden aplazar una tarea agraria y echar al traste todos los planes que se había marcado el campesino. Por ejemplo, la lluvia puede paralizar la recogida del maíz, que necesita tener un grado de humedad óptimo para su cosecha. O encharcar un terreno e impedir el acceso al mismo durante semanas.

      La lluvia, o su exceso, pueden paralizar los trabajos en el campo o anegar cultivos. Pero su escasez también puede asolarlos. Desde hace varias semanas, diversos colectivos agrarios han venido advirtiendo de que la sequía meteorológica que vive la península podría mermar las cosechas y amenazar las siembras de primavera, como es el caso de la cebada y el trigo tardío. Afortunadamente han empezado a caer nieves y lluvias, que aliviarán la situación de sequía que atraviesa España, y que, curiosamente, está atacando más al norte y al interior, normalmente zonas más húmedas, y afecta menos al sur y al arco mediterráneo, caracterizadas por todo lo contrario.

La cosecha de cereales, en riesgo por la sequía meteorológica.
    La Agencia Estatal de Meteorología informaba días atrás de que en el último año ha llovido la tercera parte de lo normal, lo que nos lleva hacia una situación de sequía meteorológica. Pero no nos pongamos alarmistas: nos salvarán -a los agricultores y, a la larga, a los consumidores- las reservas hídricas de nuestros pantanos, que están al 60% de su capacidad. Las precipitaciones caídas en los dos años anteriores,  que ‘atiborraron’ los embalses de la península, han puesto remedio a un diciembre muy seco, en el que llovió un 30% de lo que debía haber llovido, y a un enero que sigue un camino parecido. El mismo sol radiante e inesperado que alegró a algunos los vermús del mediodía, a otros les puso a temblar: entre ellos, a los agricultores.

      Seguramente los hay que están poniendo el grito en el cielo achacando la escasez de precipitaciones al cambio climático. Y está claro que existe y que tiene sus efectos sobre los cultivos. No es normal que algunas plantas broten fuera de temporada y que, como está ocurriendo los últimos años, veamos cerezos en flor en navidades. Pero lo cierto es que diversas crónicas medievales hablan de periodos de baja pluviometría. Y entonces no había industrias y vehículos escupiendo gases de efecto invernadero a todo meter. Más recientemente, entre 1880 y 2000, más de la mitad de los años se calificaron  como 'secos' o 'muy secos.' Con lo cual, queda demostrado que, de manera periódica, nos encontramos con épocas de mayor sequía,. Es normal, lo cual no quiere decir que haya que bajar la guardia con las emisiones que favorecen el calentamiento del planeta. 

El pantano de Barrios de Luna el año pasado, cuando se
apreciaba la gran cantidad de precipitaciones que habían caído.

       Dado que esto de las épocas de escasez de precipitaciones es un eterno retorno que vuelve cada cierto tiempo, la conclusión del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente en su web oficial es que hay que “aprender a convivir con la sequía, anticipándonos a sus consecuencias previsibles y gestionando la misma”. En definitiva, es necesaria una buena gestión hídrica, acompañada –esta conclusión es mía- del respeto por nuestro planeta para evitar el calentamiento global y por el ahorro de agua, un bien que, por ser barato, casi gratis, gastamos muchas veces sin control. Y a esa buena gestión nos ayudan las previsiones meteorológicas, cada vez más certeras. Aunque a veces una caprichosa borrasca o un desenfrenado anticiclón con el que no contaban los hombres del tiempo obliguen a cambiar, de un día para otro, sus anuncios previos. Y, con ellos, los planes de los agricultores, que, en realidad y visto lo visto, son poco amigos de hacer planes de futuro.

domingo, 22 de enero de 2012

Huertos de altura

Un huerto urbano montado en macetas.
Conozco gente que en su terraza o en un rincón soleado de su salón planta tomates, fresas, marihuana (ay, eso no se come, ¿no?)… Yo, lo más parecido a un huerto que tengo en mi piso es una maceta con perejil. Pero les aseguro que es muy cómodo, un auténtico lujazo, tener perejil fresco siempre a mano para condimentar mis platos. Además brota sin querer, casi sin mirar para él… El perejil lo dejaremos para otro momento, porque hoy toca hablar de los huertos urbanos.

Un huerto de pueblo, de los de
toda la vida.
      A las gentes de pueblo tener un huerto siempre les ha resultado algo natural, con lo que han nacido y con lo que morirán. Sin embargo, para muchas gentes de ciudad era casi ciencia ficción… hasta hace pocos años, cuando se pusieron de moda los huertos urbanos gestionados por los ayuntamientos. Por regla general, van destinados a jubilados, que encuentran en esta afición una actividad que les mantiene entretenidos y, además, les reporta la satisfacción de cultivar sus propias frutas y verduras. Además sabrán que los productos que sacan son de buena calidad y se ahorrarán en la cesta de la compra. Pero estos huertos no sólo han surgido al calor del aliento municipal: muchas personas mayores –y no tan mayores- han adquirido tierras de su propiedad donde ‘cultivan’ su afición hortofrutícola. 
 
      Lo normal es que estos huertos estén en las afueras de las ciudades. En el centro puedes encontrarte jardineras de flores: en el suelo, colgando de las farolas, en las glorietas…, pero en ningún caso ofreciendo un algo (comestible) que llevarse a la boca. Como mucho, los naranjos que adornan y ambientan Sevilla, que –pienso yo- no están ahí para que nos comamos su fruto. Así que un día en que estaba tomando algo (bebible) en una terraza de un bar de Oviedo, me sorprendió ver una hilera de huertas en la trasera de las casas, allí en la calle Martínez Vigil, a escasos metros de la Catedral. Era un vestigio del pasado que, probablemente, no se había dejado engullir por el crecimiento urbanístico. Sea como fuere, el caso es que siguen ahí y en otras zonas de la capital asturiana.

      Está claro que a mí me sorprenden con cualquier cosa. Aunque no debo ser tan rara ya que mis compañeros de la Sección de Oviedo del diario El Comercio se hicieron la misma pregunta, investigaron y se toparon con una nueva realidad que había llegado a su ciudad: la proliferación de los huertos urbanos, que cubren las azoteas de los edificios y los parterres de los parques. Lo que mueve a sus promotores, más que una afición, es toda una filosofía de vida: obtener sus propias frutas y verduras o adquirirlas a un productor cercano; que sean ecológicas, de mayor calidad y a un precio más barato que el ofrecido por las grandes cadenas de alimentación.
 
      Viene a mi memoria la película Matrimonio de conveniencia (Peter Weir, 1990) y el personaje que encarnaba  la actriz Andie MacDowell, antes de ponerse el maquillaje L’Oreal. Tenía un jardín espectacular en un piso no menos espectacular de Nueva York y hacía lo imposible con tal de poder pagarlo, hasta embarcarse en un matrimonio falso con un zafio pero entrañable Gerard Depardieu. Creo recordar, porque mis memorias cinematográficas resultan muy vagas, que esta apasionada por la botánica también sembraba huertos en alguna esquina perdida de la ciudad de los rascacielos, como ahora hacen algunas asociaciones de guerrilla ecologista.
     




Un huerto en Brooklyn. Al fondo, el skyline de Manhattan.


Menos guerrilleros son los japoneses. En Tokio, el mismo lugar donde se debatió el protocolo ambiental, son ya legión los que se dedican al gardening en las azoteas de los edificios. En muchos casos, no son de viviendas, sino la sede de bancos, corporaciones y demás, que fomentan esta actividad, como podemos ver en youtube . Es tal la fiebre jardinera y hortícola, que muchas empresas observan el fenómeno como una nueva opción laboral en los turbulentos tiempos económicos actuales. Incluso algún ejecutivo ha dejado su profesión para dedicarse a la horticultura.

      Una verdadera moda que, según he leído en internet, en realidad nació por una imposición legal: los nuevos edificios privados con una cubierta de más de mil metros cuadrados tenían que cubrir, al menos, el 20% de su superficie con huertos. En fin, aquí, en España, toca poner placas solares, y allí tomates, lechugas y acelgas para contribuir a limpiar nuestro medio ambiente y frenar el calentamiento global. La fiebre de alfombrar de verde nuestros tejados también ha llegado a Alemania, Gran Bretaña, Hungría, Holanda, Suecia, Estados Unidos y a algunas ciudades españolas. Barcelona, pionera en tantas cosas, lanzó una campaña para crear huertos en balcones y terrazas, que incluía como complemento cursos de horticultura en los centros cívicos.

Los japoneses cuidan sus cultivos de altura.
 Para los que quieran sumarse a esta fiebre hortelana, tienen que tener claro que no todos los espacios se adecuan a este propósito. La terraza o azotea dedicada a nuestra huerta deben recibir sol en abundancia, al menos cinco o seis horas de luz directa al día en los meses de verano, y preferiblemente estar orientadas al sur. Es recomendable que haya un grifo cerca para facilitar las labores de riego o, al menos, contar con la opción de colocar un depósito de agua con capacidad para 25 o 50 litros. ¿Y dónde colocar las semillas y las plantas? Algunas empresas vieron claro el negocio y desarrollaron unas mesas especiales. Incluso una vez vi en un programa de televisión una especie de carrito con varias alturas ideal para minipisos: en el mismo espacio y a distintas alturas podían sacarse adelante varios cultivos.

Las mesas concebidas para las huertas en terrazas.
      
      Por supuesto no podemos olvidarnos del abono: para la huerta, es preferible el orgánico. Una medida que garantiza producciones ecológicas, aunque, en ocasiones, algunos optarán por acompañar de productos fitosanitarios para exterminar plagas de insectos, hongos y otros problemas que amenazan nuestros cultivos. A veces hay que aceptar daños colaterales si no queremos que nuestros esfuerzos de meses queden en nada.

El diseño del huerto en altura.
      No se desanimen si quieren un huerto. Incluso en el desierto existe la posibilidad de montar uno. Como el que en 2009 se plantearon desarrollar las autoridades de Dubai, un huerto en altura construido sobre una torre de 300 metros, levantada a orillas del mar. De ella se desprenderían una serie de terrazas circulares, donde irían situados los invernaderos. Para regarlo, se utilizaría agua de mar desalada. A su vez, La granja vertical generaría la evaporación de grandes volúmenes de agua y daría lugar a un microclima con un aire más húmedo y frío en torno a la estructura. Al final se cerraría el ciclo: además de tener en medio del desierto un huerto, verde e inmenso, su implantación provocaría las lluvias. Una utilidad más del huerto, además de alimentar, entretener, elevar la autoestima, alegrar la vista, los sentidos… Porque como dice el proverbio chino, “Si quieres ser feliz un día, emborráchate; si quieres ser feliz una semana, cásate; si quieres ser feliz toda la vida, sé jardinero”. Lo que no sé es si es un cuento (chino) o no.

domingo, 15 de enero de 2012

A la tercera fue la matanza

Preparando la máquina para embutir los chorizos.

Llega el frío y con él la matanza. En el pasado, no había hogar que se preciase, rico o modesto, que dejara de hacerla. Pero hoy son muchos los que, de jóvenes y niños, no tuvieron la oportunidad de asistir a este rito ancestral. Y entre ellos, me cuento yo. Un año, mis abuelos la aplazaron hasta fechas navideñas para que sus nietos asistiéramos al evento. Pero resulta que cuando llegó el momento, ninguno estaba en la casa. Supongo que habían puesto pies en polvorosa al presentir que se acercaba un hecho cruel o que habían encontrado algo mejor que hacer. Yo no había nacido o era demasiado pequeña para recordar nada.    
    
Fresco correspondiente al mes de
noviembre en San Isidoro de León.
Así que con veintitantos años decidí conocer la tradición y asistir al rito público de la matanza que celebraban en León, coincidiendo con la fiesta de San Martín. Cuando mi amiga Susana y yo nos acercábamos a la plaza donde tenía lugar, comenzamos a oír al cochino gritar como un poseso, con ese chillido penetrante que se te clava en la sien y no se te olvida en la vida. Mi amiga propuso irnos de allí, presintiendo que no iba a soportarlo. Y yo no me pude negar.





Hace dos años se acercaba, por fin, mi primera matanza. Lo cierto es que sentía curiosidad, que algunas personas alimentaron y otras me aguaron. Supongo que tendría que ver los recuerdos con que la asociaban: unos con momentos felices, de reunión de la familia; otros, con la muerte de un animal, con el trabajo impenitente en pocos días y con la manipulación de carne cruda. No recuerdo quién, pero alguien me dijo “igual no comes más chorizo en tu vida después de ver cómo se hace”. Porque, al fin y al cabo, no deja de ser carne cruda, eso sí, curada. Cuando llegué, el cerdo ya estaba muerto y colgado boca abajo esperando su despiece. Pensaron que la chica de ciudad no habría resistido la escena del cerdo gritando y tratando de huir de su muerte anunciada.

Los chorizos ya están casi a punto.
 La tradición manda colocar al gocho sobre un banco para matarle, después de atontarle con una descarga eléctrica para que no sufra tanto. En este caso, lo manda la caridad humana y la normativa legal. En muchos lugares le sacan la sangre para hacer morcillas.  Después se queman las cerdas de la piel, se sacan las tripas, se limpian y se deja reposar durante al menos un día. Pasado este tiempo, se despieza. Se separa la grasa, con la que se hace la manteca y también se utiliza para hacer jabón, y las difeentes partes: lomos, chuletas, jamones, chichas para chorizo y salchichón…
     
Aunque el objetivo es el mismo, matar al cerdo para tener carne para el gasto del año, los procedimientos varían de unos lugares a otros. Uno de los más curiosos es el de Candelario (Salamanca), un pueblo en el que la riqueza giraba en torno a la industria chacinera. Aprovechando las primeras luces de la mañana, el matarife, protegido por la batipuerta de la casa, sacrificaba al cerdo en la calle. Unos pequeños canales a los lados servían para evacuar la sangre. Dicen que a Miguel de Unamuno, de visita en el lugar, el agua teñida de rojo que corría calle abajo le evocó las calles de Chicago en sus años más sangrientos.

Una casa de Candelario con la tradicional batipuerta.
La misma batipuerta, colocada a la entrada de la casa y que servía de burladero al matarife, evitaba también la entrada de animales, atraídos por el olor de las chacinas. Un inquieto perrito no dejó otro remedio a una moza, cansada de que no parase quieto, de atarlo con lo que tenía más a mano: una ristra de longanizas. Y así surgió la famosa frase de que ‘Aquí atan los perros con longaniza’, que expresa la riqueza de un lugar, casi su opulencia. Y en Candelario debió de ser mucha. Entre los siglos XVIII y XIX, momento de su máximo esplendor, llegó a haber  más de un centenar de casas chacineras. Hoy sólo queda una. Tenían un doble uso, como vivienda y como fábrica de embutidos. Una vez elaborados en la parte baja, los chicos de servicio los subían en banastas hasta la buhardilla. Allí se curaban con la ayuda del humo que ascendía por el edificio y que no dejaban escapar. Por eso, en este pueblo no existen las chimeneas. Si el bando municipal anunciaba lluvias, los chacineros avivaban la lumbre para evitar la aparición de moho, aquí llamado remelo, y cerraban las ventanas. Si, por el contrario, el ambiente era seco, tocaba abrirlas para que entrase el frío necesario para una adecuada curación. La planta intermedia estaba destinada a vivienda de los amos y dormitorio de los sirvientes, procedentes de poblaciones cercanas para trabajar en los meses de máximo ajetreo, entre primeros de noviembre y el 2 de febrero (las Candelas, fiesta que da nombre a la localidad).

Un letrero en la pared nos recuerda las proporciones.
Los cerdos no se criaban en la sierra de Béjar, sino que los compraban en Extremadura. Para hacer los embutidos, los chacineros mezclaban la carne del puerco con la del vacuno, con una proporción de seis a uno. En esta zona del norte de Zamora, los hacemos sólo de cerdo. Y hablo en plural porque, no he visto matar al cerdo, pero chorizos sí he hecho. En los días posteriores al despiece, se pica la carne. Para hacer los salchichones, nosotros la mezclamos con un preparado con propiedades conservantes. Para el chorizo, con ajo bien picado, sal, orégano y pimentón, y lo revolvemos todo con agua para que la masa sea más fácil de trabajar. Se deja reposar otro día y luego se embuten. Unos utilizan las tripas del propio cerdo y otros las compran. En cualquier caso, hay que limpiarlas concienzudamente. Aún así, el olor es fuerte, característico y desagradable. Se colocan en la boca de la máquina y se atan con un cordón. Mientras uno mete el picadillo y da vueltas a la manivela, el otro controla que entre a la tripa con la consistencia adecuada, pinchándola constantemente. Una vez hechos, se atan los extremos que quedaron abiertos. 


Empieza el proceso de curación.
Supongo que habrá más recetas, tantas como matanzas se hacen, pero ésta es la nuestra. Un letrero en la pared nos recuerda la proporción que hay que echar de sal y pimentón, para que no se nos olvide cuando nuestros mayores no estén. En muchos lugares temen que la tradición desaparezca, pero yo creo que no. Quizá no se engorde el cerdo durante meses, ni siquiera se adquiera entero los días previos a la matanza. Aunque sea comprando la carne, como ya hacen algunos, la matanza seguirá viva. Porque, ¿puede haber algo más placentero para los sentidos que un buen chorizo casero? Cuando lo pruebas, te olvidas del colesterol, del ajetreo de la matanza y de los kilos de más. Entonces, la muerte del animal nos parece un poco menos cruel.

domingo, 8 de enero de 2012

EL PASTOR, ¿UN OFICIO DE CUENTO?

Unas ovejas pastan en un bucólico paisaje en el sur de Inglaterra.

Hubo una época en mi vida en la que quería ser pastora. Lo decía con absoluto orgullo y convencimiento, con la iluminación del que descubre su camino en la vida. Mis padres se sonreían al saber de mi vocación, seguramente pensando “pero esta chica, ¿de dónde habrá sacado esa idea?”. En realidad, la idea me llegó con no más de siete años, a raíz de leer unos cuentos candorosamente ilustrados con imágenes de pastorcillas con preciosos vestidos del siglo XVIII. Las serranillas tenían a su cargo tres corderitos, no más, a cada cual más blanco y siempre tocados con un lacito en la cabeza. Evidentemente, mis padres y allegados tenían otra concepción, la real, la del pastor que a duras penas sabe leer y escribir porque tuvo que dejar la escuela para ocuparse no de tres corderitos, sino de decenas de ovejas, y para hacerlo no en un paisaje de suaves laderas bajo un sol brillante, sino en condiciones climáticas tirando a extremas, siempre al raso y acechados por el lobo. Consiguientemente, los que me querían se burlaban de tal futuro para su algo torpe, pero aplicada hija.

Unas pastoras de cuento.
 Mi imagen de pastora es la misma que debió tener la Reina María Antonieta, quien quizá algo cansada de sus esfuerzos por caer bien en la corte francesa y hastiada de tanto lujo y opulencia, mandó construir una aldea en Versalles. Su paraíso pastoril consistía en un conjunto de primorosas casitas de adobe en torno a un lago, a imitación de las granjas del País de Caux, en Normandía. En los jardines del Petit Trianon, concebido para ser ocupado por las favoritas de Luis XV (primero Madame Pompadour y luego Madame du Barry), jugaba con sus damas de compañía a ser “una humilde pastorcilla”. En Chateau de Versailles nos recuerdan que el poblado llegó a ser “una auténtica explotación agrícola, dirigida por un granjero, cuyos productos abastecían las cocinas del Palacio”. Vamos, que su idea no fue tan peregrina, sino que sin comerlo ni beberlo, y después de ser canon de medida para las copas de champán, María Antonieta se convirtió en lo que hoy llaman una mujer emprendedora. Aunque probablemente los revolucionarios franceses no pensaban lo mismo…

La Aldea de la Reina.
Los cuentos y el escenario bucólico de los juegos de la monarca nos demuestran que el oficio de pastor no estuvo tan mal visto en algunos momentos de la historia. Otro ejemplo son las Serranillas -entre ellas, las del Marqués de Santillana-, aunque éstas eran más rústicas, agrestes, algo casquivanas y bastante brujillas. Tampoco estaban mal vistos, sino todo lo contrario, en la Biblia. Así tenemos a David, todo un héroe; a los pastorcillos de Belén, un ejemplo de sencillez, de fe y de entrega a Dios; por no hablar de Jesús en su dimensión de pastor, capaz de dejar a todo un rebaño por auxiliar a una oveja descarriada. Y Heidi, ¿qué era Heidi si no una zagala feliz? Con este background, ¿cómo no decantarse por tan noble oficio?

Un pastor de Belén (también de cuento).
Muchas revoluciones y políticas agrarias después, hoy la vida del pastor (el real, no el de los cuentos) ha cambiado mucho. Aunque sigue existiendo la práctica del pastoreo, algunos ganaderos/pastores compran o alquilan terrenos, los vallan y dejan allí el ganado... No siempre, porque el pasto se agota. Incluso algunos prefieren tener a los animales estabulados y alimentarlos a base de pienso, alternativa más cómoda y garante de unos estándares, aunque también más cara. Además, gracias a la generalización del ordeño automático tampoco tienen la necesidad de ordeñar a mano como antaño. Así ahorran tiempo y se evitan malformaciones en los dedos de las manos, como las que luce el David de Miguel Ángel. Eso sí, confiesa un amigo orgulloso de ser pastor -tan orgulloso como lo está Eugenio, el pastor que saltó a la fama por sus intervenciones en la Cadena Ser-, siguen sintiendo la misma satisfacción al comer lo prohibido (bueno, ellos no, sus ovejas). Porque no hay placer como adentrarse en terreno ajeno para ‘tomar prestados’ algunos frutos de remolacha o unas mazorcas de maíz; eso sí, sin pasarse. Y siguen sintiendo la misma impotencia cuando un lobo se ceba con su rebaño. Y la misma libertad cuando están al aire libre sin nadie que les pida cuentas, una sensación que muchas veces añoramos el resto de los mortales.

Un pastor (de verdad) con sus ovejas.